Nos conectamos a las 16:00. Para Mauro, “el mundo que ya no existe” es el de la tierra incógnita e inalcanzable.
A mí la extinción de la especie me preocupa poco. Es una constatación, no una declaración de principios. Pero cuando intento imaginar las vidas y mundos que habitarán mi hijo y mi hija, ahí sí me angustia el futuro. “El mundo que ya no existe”, le digo a Mauro, es el de la humanidad que ‘progresa’ mientras avanza depredando la naturaleza.
(Es lo que quise decir. No hay registro de nuestras palabras exactas.)
Ambos sabemos que esos mundos —el que contiene lo humano y lo inhumano en compartimentos aparte, y el otro que nos ofrece recursos naturales infinitos— no existieron nunca.
Nunca fueron reales. Y ambos se están acabando.
Al entrar en la cordillera, en los bosques de araucarias, Mauro tiene enfrente la imagen de uno de esos mundos: el paisaje vasto, inabarcable y extraño de la naturaleza prehumana.
Lo que esa imagen esconde, sin embargo, no son los secretos de “lo natural”, sino los efectos de nuestras acciones desmesuradas.
Esos efectos invisibles están en los hongos que abruman al pewén o, mejor: en la proliferación desmedida de estos hongos “nativos” de la araucaria. (Es la acción humana la que provoca el desborde: el calentamiento global, la pérdida de hábitat, el fuego.)
Y están también en el fuera de campo. Uno elige hacia dónde mirar y hemos elegido, ya dos veces, apartar la vista de la escena ridícula del progreso que no avanza: la escena en que un auto queda atrapado en la nieve o en la ambición de su piloto de detenerse sólo cuando se haya acabado el camino.
“De porfiada la gente siempre quiere acercarse más”, dice Mauro. “Hay adrenalina, ganas de llegar lo más arriba posible. No quieres arriesgar; tampoco quieres poner tú el límite.”
“Construimos ciudades para escapar del miedo a la muerte”, le respondo parafraseando Evangelion. Pero no termino la idea. “La ciudad”, le diría ahora, “es una protección, a un tiempo real e ilusoria, contra la muerte”. Y nunca es suficiente. Entonces vamos a buscar los límites de esa ciudad y ahí queda claro que la muerte la llevamos nosotros: que le hacemos el quite y también la deseamos.