Nadie pisa suelo firme. Caminamos sobre un hielo que puede romperse en cualquier momento. Pero una cosa es decirlo así, en plan metáfora, y otra distinta es hacerlo de verdad: caminar sobre un lago congelado y sentir miedo y placer y luego regresar a la orilla, a un suelo indiscutiblemente firme, aunque sea en apariencia. Fue esto último lo que hice en la laguna Huinfiuca.
Mi trabajo es hacer una crónica del proyecto de Mauro, una crónica falsa: él está en Pucón a los pies del volcán o arriba en la cordillera; yo pienso en su proyecto mientras miro el Provincia desde Providencia (a través del ruido y el esmog se hace notar un helicóptero).
Pero hubo un día distinto: un día en que escribí parte de estas notas desde el mismo Pucón, porque rompimos la regla básica de mantenerme a distancia.
Llevamos varios meses trabajando juntos; hablamos todas las semanas. Aún así fui incapaz de articular que quería ir a la montaña con él. Pero en 5 o 10 minutos Mauro define una ruta y un destino y eso hace que yo camine por la nieve, entre araucarias y coihues y lengas, un domingo sin nubes.
De vuelta le digo a Mauro que el lago congelado ha sido sorprendente. No estaba en mi repertorio; es cosa de películas. “Fuiste pillo”, le digo, “lo tenías guardado”. Él me dice que no: no pensó que estaría congelado, fue una sorpresa para él también.
“Me gusta caminar”, me dice en otro momento. “Entonces he dado vueltas en círculo más de una vez, empujado por las ganas de avanzar y las de regresar a una vista que me atrajo al comienzo”. Pienso que se trata, también, de fijar una lejanía y de obligarse a recorrerla antes de ponerse a pintar.
Ese día seguí a Mauro, sin saber hacia dónde.